Ser como se era

VIAJÉ, por razones profesionales o curiosas, por el ancho mundo. Menos Alaska y Oceanía, lo conozco de vista. Su variedad es casi infinita. Pero la moneda manda mucho: el dólar, el yen y el euro lo han ido asemejando. Que la llamada –qué feo–eurozona sirva para unir a países, históricamente opuestos y aun enemigos, ya no nos resulta sorprendente. Durante milenios nos ha atraído lo distinto y aun lo opuesto. Temo que Europa, con capital en una ciudad como Bruselas, tan sosa, nos quite la fruición del viaje que movió a Marco Polo. La política y la economía son los peores enemigos de un mundo dispar, hasta contradictorio, e inverosímilmente diferente. Las señas de identidad de cada pueblo son las opuestas a cualquier semejanza. El desarrollo –o lo que así llamamos– nos hace demasiado parecidos, salvo algunos países casi intactos aún, que despreciamos. Las religiones y las economías nos asemejan en la pena. Por eso las detesto. ¿Cómo llamar desarrollo a lo que arrebata las esencias? La Oceanía que imita a Nueva York no me interesa. El bienestar no tiene por qué identificarnos. Y menos, la miseria. Por nada se ha de renunciar a ser como se es.